domingo, 11 de marzo de 2007

Desdémona


Luego de haber analizado a la Gorda Margot, Taturfo y Bentran de Born, el cuarto personaje del libro Criaturas del aire de Fernando Savater que presentaremos en las sandeces de hoy es Desdémona, la asesinada protagonista de la Obra Otelo de Shaspekeare .
Mi Contacto inicial con el autor fue a través de los Montesco y Capuleto de Romeo y Julieta, quizás una forma no muy auspiciosa. Sin embargo luego tuve la fortuna de leer Macbeth, tragedia acerca de la traición y la ambición desmedida, cuyo personaje Lady Macbeth, quien ya no podía dormir porque sus sueños estaban llenos de sangre al igual que sus manos me entusiasmaron a seguir leyéndo a Shaspekeare y así también conocí a Hamlet y Otelo entre otras.
Si alguna vez, puedo ponerme en contacto con Savater, le diría que considero una lastima que haya dejado a Lady Macbeth fuera de sus monólogos.

Veamos un resumen bien breve de la trama : Recien fugado con Desdémona al comienzo de la obra abandona Venecia rumbo a Chipre para dirigir el ejército en contra de una posible invasión Turca. El padre de la Joven el Senador Brabancio, se siente engañado por su hija y luego de tratar de destruir la relación, que había sido denunciada por Yago, la acepta a regañadientes como hecho consumado y termina su papel en la obra con la famosa advertencia a Otelo:

“Con ella, moro, siempre vigilante:
Si a su padre engañó, puede engañarte”.

Desde el primer acto aparece Yago quien es el, para mi, el verdadero personaje central de la obra pues es quien maneja todos los hilos de la trama y va creando todas las situaciones. Su envidia hacia Otelo y Casio, solo tiene paralelo con la sagacidad y astucia con que va manejando a los personajes para su beneficio.

Luego que siembra en Otelo la duda de los celos le dice:

“Señor, cuidado con los celos.
Son un monstruo de ojos verdes que se burla
del pan que le alimenta. Feliz el cornudo
que, sabiéndose engañado, no quiere a su ofensora
mas, ¡qué horas de angustia le aguardan
al que duda y adora, idolatra y recela!”
Otelo

y mas adelante al crear la trampa con el pañuelo que Otelo le había regalado a Desdémona, nos dice:

“Dejaré el pañuelo donde vive Casio;
él lo encontrará. Simples menudencias
son para el celoso pruebas más tajantes
que las Santas Escrituras. Me puede servir.
El moro está cediendo a mi veneno:
la idea peligrosa es veneno de por sí
y, aunque empiece por no desagradar,
tan pronto como actúa sobre la sangre,
arde como mina de azufre. ¿No lo decía? “.


Rodrigo, un caballero enamorado de Desdémona, a quien el manipula quitándole el dinero, mediante promesas de conseguirle a la dama, al este, inquirirle la falta de progreso que ve en el proceso:
“He oído demasiado. Tus hechos no hacen juego con tus dichos”.

le contesta de forma magistral:

“¡Qué pobres son los impacientes!
¿Qué herida no ha sanado paso a paso?
Obramos con la mente, no con brujería,
y la mente necesita lentitud.”

y luego lo usa para tratar de matar a Casio

De las mujeres se expresa Yago de esta manera:

“Vamos, vamos. Sois estatuas en la calle, cotorras en la casa, fieras en la cocina, santas al ofender, demonios si os ofenden, farsantes en las labores y laboriosas en la cama”

Si, sin duda Yago es genial y debería ser el nombre de la obra.

Otelo
Terminando el resumen: Yago convence a Otelo de que Desdémona le ha sido infiel con Casio. Otelo mata a Desdémona, ciego de ira. Mientras negándose a sus suplicas, la estrangula con la frase: “Empezar es acabar.”.

La esposa de Yago, Emilia, quien ya había dicho estas interesantes palabras:

“Un año o dos no revelan a un hombre.
Todos son estómagos y nosotras, comida.
Nos comen con hambre y, una vez llenos,
nos eructan.”,
descubre que la aventura de Desdémona con Casio ha sido una invención de Yago y lo denuncia, lo que motiva su muerte, mientras Otelo se suicida apuñalándose.

Savater nos presenta en su monologo cuarto a Desdémona que mientras espera, fingiendo estar durmiendo a Otelo en su noche fatal nos recita las siguientes palabras:
Criatruras al aire "Esta va a ser una noche extraordinariamente feliz: quiero volver a ser dichosa hasta la indecencia, como antes. ¡Ah, cuántos planes he tenido que tramar, cuántos cuchicheos con mi fiel Emilia y el buen Yago, qué paciente calibrar cuándo se debe exclamar una palabra por otra o cuándo hay que perder un pañuelo! Pero esta noche voy a cobrar por fin el salario de mi astucia, los intereses de mi desvelo. Esta noche recuperaré a Otelo, el garañón berberisco de mis ardores venecianos...
¿Por qué los hombres tendrán siempre que distraerse de nosotras, por qué preferirán los estériles enredos de la política o la brutalidad de la guerra, por qué han de ser más capaces de abismarse en una discusión sobre la naturaleza de las estrellas que de perderse en el reclamo de unos ojos que todo lo piden, para siempre, para siempre? Por que cuando se entregan de veras, o cuando nosotras creemos que se entregan de veras, pueden fundirnos en puro deleite.
Pero se cansan, se distraen: son como externos a su cuerpo, a sus sensaciones, y no pueden empaparse de carne más que a poquitos, durante breves ramalazos de sensualidad que les dejan exhaustos y aterrados. En seguida huyen al comercio o a la metafísica, en seguida se refugian en las proezas o se ocupan de componer música. Para vivir necesitan olvidar la mayor parte del día que están vivos; para sentir algo necesitan convencerse de que no sienten, sino que piensan o calculan; para atreverse a desear lo que en verdad desean tienen que atiborrarse de proyectos útiles o sublimes, hasta que finalmente caen rendidos en brazos de lo que no saben apetecer más que como reposó, exceso o costumbre. Son así: para ser capaces de ceder de vez en cuando al éxtasis tienen que considerarlo como un simple desahogo entre dos empresas mucho más importantes porque les comprometen a muy largo plazo...
La pasión les desasosiega y la carne les azara y, secretamente, les humilla: no quieren querer lo que quieren o quizá para quererlo tienen que suponer que lo que en verdad quieren es algo mucho más excelso, de cuyo deslumbrante fulgor tienen de vez en cuando que apartar los ojos hacia cosas más banales.

Otelo era una fiera espléndida, parecía infatigable en la caricia, nacido para la violencia de arrullos devastadores que me dejaban asolada noche tras noche como un campo saqueado por los bárbaros. Después de haber probado su furor africano, tan brutal y tan exquisito, tan directo y tan orientalmente refinado, todos los educados jóvenes a los que mi clase me acercaba me parecieron de insoportable insipidez. Me arriesgué a matar a mi padre del disgusto o a ser muerta por él cuando descubriese mis amores con un moro: ¡yo, la hija del senador Brabancio, jugando a la bestia de dos espaldas con un coloso negroide semicivilizado!, ¡la perla de Venecia adornando como un pendiente el lóbulo oscuro de un aventurero berberisco! Por muy rico que fuera Otelo y por muy imprescindibles que fuesen sus servicios a la República, la provocación era demasiado grande.
Fueron aquéllas las noches de nuestros arrebatos furtivos, cuando él trepaba ágilmente a la alta ventana de mi alcoba para disfrutarme, como quien sube a lo más alto de un gran árbol para sorber en el mismo nido los huevos recién puestos de un ave exótica. Yo le esperaba desnuda y temblorosa en mi lecho, con la mirada fija en el rectángulo sombrío de la ventana, hasta que en el alféizar aparecían sus ojos de fuego y la agresiva blancura de su primera sonrisa... Eran los dias de los mensajes deslizados a la puerta de la iglesia, de los saludos falsamente distantes cuando nos cruzábamos en la plaza de San Marcos o de las miradas de arrobo cuando pasaba a caballo al frente de sus soldados y yo sabía que esa misma noche lo tendría sobre mí; el áspero calor de su lengua en mi boca.. Luego, todo pareció arreglarse y todo se estropeó. Fuimos descubiertos, pero el dux y mi padre nos perdonaron, accediendo a nuestra boda.

Otelo fue nombrado gobernador de Chipre y se convirtió en el principal baluarte de Venecia contra el peligro otomano. Ya nada fue igual: ahora se pasa la vida preocupado, pierde las noches planeando expediciones punitivas y los días se los pasa parlamentando con embajadores turcos o interrogando a prisioneros. A mí me dedica una rápida ternura, en la que apenas quedan atisbos de su fogosidad clandestina. Se ha convertido en un magnífico gobernador y en un espléndido principe del Mediterráneo cristiano, pero ya no es el magnífico saqueador de mis noches, el espléndido tirano de mis pezones...

Por eso he tramado toda esta amorosa conjura, con la desinteresada y cariñosa ayuda de Emilia y Yago. Por insinuaciones y falsos descuidos, hemos llegado a hacerle creer que coqueteo con su lugarteniente Casio, un pisaverde fatuo pero bonito. Sé que esto ha de hacerle reaccionar: comprenderá los peligros de tenerme abandonada y los celos han de devolverle su antiguo fiero latido. Me he perfumado para él, me he puesto el más trasparente de mis camisones de seda; algo insinuante y que se puede fácilmente desgarrar.
.
Ahí llega; se acerca a mi lecho, mientras finjo dormir. Me cuesta mantener los ojos cerrados de tanto que me encandila su aliento querido: noto que me gana una íntima humedad ansiosa... Ahora se inclina sobre mí y le oigo susurrar: "¡He aquí la causa! ¡He aquí la causa, alma mía!... ¡Permitidme que no la nombre ante vosotras, castas estrellas! ¡He aquí la causa!..."


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